(Por Daniel Cecchini) El 30 de octubre de 1983 Raúl Alfonsín, candidato de la UCR, fue elegido presidente en las elecciones que marcaron el final de la última dictadura. El autor de esta nota -por entonces periodista de una revista de Editorial Atlántida - empezó el día en la casa del candidato radical en Chascomús, lo acompañó a votar y lo reencontró a la noche en el Comité Nacional, ya consagrado
En la mañana
del 30 de octubre de 1983, Raúl Alfonsín dijo: "Hoy gana la democracia,
ganamos todos los argentinos"
-¿Nervioso,
doctor?
-No,
muchacho. Contento.
-¿Qué
significa haber llegado a este día?
-El comienzo
de cien años de democracia…
-¿Quién
gana?
-Hoy gana la
democracia, ganamos todos los argentinos.
La sonrisa
sólo le bailaba en los ojos, sin transfigurar un rasgo de la cara de Raúl
Alfonsín. Casi 36 años después no necesito consultar ningún archivo para
reproducir este diálogo: ocurrió fugazmente a las siete y cuarto de la mañana
del 30 de octubre de 1983, en Chascomús, en el living de la casa del candidato
radical.
“Buscalo a Bigote, que te va a hacer entrar”,
me había dicho Jorge Vidal la tarde anterior. Vidal, un periodista que por
entonces me parecía veterano, había cubierto paso a paso la campaña
presidencial. Bigote era el jefe de la custodia de Alfonsín; yo, un redactor
recién incorporado al staff de una revista de Editorial Atlántida, con la que
Aníbal Vigil había apoyado desembozadamente a la dictadura y a la que ahora
buscaba lavarle la cara para acomodarse a los nuevos vientos que soplaban en la
Argentina.
Mientras
respondía con lugares comunes, Alfonsín seguía sonriendo con los ojos, sin
sonreír, y yo sabía que tenía apenas tiempo para repreguntar:
-Doctor,
usted sabe que no le pregunto eso. ¿Quién gana: Luder o usted?
-Nosotros,
muchacho. Ganamos nosotros – me contestó. Y sonrió de verdad.
“Vamos, ya está”, dijo Bigote. Me apoyó con
suavidad una mano en la espalda y me sacó de la casa.
Una hora más
tarde corríamos una singular competencia (disciplina: 500 metros con obstáculos,
para periodistas y curiosos) desde la casa hasta la escuela donde Alfonsín
debía votar. El mayor obstáculo lo encontramos en la galería del colegio, donde
una mujer gorda completamente vestida de negro, a excepción de un pañuelo de
cuello rojo federal, nos cortó el paso –no recuerdo si escoltada por dos
soldados o dos policías-. “Soy la presidente de mesa –chapeó prepotente–, no
pueden pasar”. La discusión, breve pero acalorada, abundó en expresiones como
estas: “preservar el orden”, “soy la autoridad”, “libertad de prensa”, “tenemos
derecho”, “estamos acreditados” y, más que ninguna: “¡Correte gorrrda, dejanos
pasar!”.
La
escaramuza terminó con una aplastante victoria del cuarto poder. Con la crónica
electoral de la mañana asegurada, pegué la vuelta hacia Buenos Aires, donde me
esperaba una revancha personal: votar por primera vez, recién a los 27 años.
En el Comité Nacional
A las seis
de la tarde el Comité Nacional de la UCR, en la calle Alsina, era el corazón de
la esperanza radical. Dirigentes, invitados y periodistas iban y venían por el
hall de entrada, el salón del lunch –sándwiches de miga y gaseosas– y una oficina
del primer piso donde los cronistas batallábamos homéricamente por el acceso a
cuatro o cinco teléfonos. Era lo que había.
Ni celulares
(no existían), ni pantallas gigantes (una rareza para la época), ni siquiera
televisores: la única información que nos llegaba era la del propio
radicalismo. Tenían números que decían que ganaban, pero no teníamos cómo
comprobarlos. Y costaba creerlos.
A poco de
entrar se me pegó una periodista española de cuyo nombre no puedo acordarme.
Pensé que era mi noche, pero no: la chica no conocía otra cara radical que la
de Alfonsín y solamente quería colgarse de alguien que le hiciera de cicerone.
Para eso –y sólo para eso– me eligió a mí. Rompimos el fuego con Elva Roulet.
Enfundada en un impecable sastre verde que iría arrugándose con el correr de
las horas y la euforia, a las ocho de la noche la candidata a vicegobernadora
para la provincia de Buenos Aires estaba segura de la victoria de Alfonsín,
pero todavía dudaba de la propia aunque apenas unos días antes Herminio Iglesias
hubiera quemado sus propias posibilidades dentro de un cajón.
A las diez
era todo fiesta. Todos hablaban, todos se felicitaban, todos prometían hacer la
Argentina del futuro.
Juan Trilla
–segundo candidato a senador por la capital– ya se sentaba en la banca. A
metros de él, María Valenzuela (todavía Mariquita, apenas María del Carmen) y
Pichuqui Mendizábal saltaban y cantaban con los dirigentes de Franja Morada.
Poco antes
de la medianoche llegó Fernando De la Rúa (juro que lo que voy a contar es
cierto: no se trata de una licencia literaria sino de una involuntaria profecía
de mi ocasional compañera, la Casandra española). Primer candidato a senador
por la capital, los números provisorios le daban la victoria a Chupete más allá
de toda duda. Me le fui encima, con la española detrás.
-¡Felicitaciones,
senador! – lo saludé buscando una frase.
He aquí su
respuesta:
-No, no se
apresure. Debemos respetar la solemnidad del acto electoral.
(Por favor, imagínenlo diciendo esto… ¿Se lo
pueden imaginar? Sí, así).
“¿Quién es este tío?”, me preguntó Carmiña. Le
expliqué. “Pues es un tío que no conoce la alegría”, lo lapidó.
La fiesta
siguió en la noche y prolongó durante la madrugada. Alfonsín se hizo desear
hasta casi las seis de la mañana.
Cuando
llegó, consagrado presidente electo, volvió a prometer cien años de una
democracia con la que se iba a comer, se iba a curar y se iba a educar.
Todo podía
pasar en la Argentina.
Me fui
(solo, sin la cronista española) caminando hasta el primer bar abierto, pedí un
café con leche con tres medialunas y después tomé un taxi hasta la redacción
para teclear en la Olivetti 88 mi crónica sobre las elecciones con la que los
argentinos habíamos empezado a recuperar la democracia.
Los sueños
me habían sacado las ganas de dormir.